jueves, 25 de julio de 2024


 LAS OLIMPIADAS, UN ROSARIO DENTRO DE UN HUEVITO, Y EL NO A LA RELIGIÓN

Mi tía le tenía un especial cariño al peculiar huevito que al abrirlo descubría un pequeño rosario de cuentas verdes en su interior. Tenía menos de diez años cuando uno de sus tíos, Alfredo, se lo trajo desde Francia, tengo la duda de si desde el mismísimo santuario de Lourdes.  En el lejano 1924, él había concurrido a las Olimpiadas de París y había ganado, junto a sus compañeros, la medalla de oro en fútbol, comenzando así un tiempo de victorias a nivel mundial para Uruguay, en el arte de patear la pelota.

Decía que mi tía atesoró siempre ese rosario, incluso más allá de un episodio que marcó a la familia en materia de religión a los pocos años. En abril de 1929, su abuela (mamá de su papá y de Alfredo además de otros hijos) halló la muerte al volver de la Iglesia, porque al intentar recoger un misal que se le cayó en la calle, fue atropellada por un camión que se quedó sin frenos. El trágico fin de la mamma signora florentina, nunca le fue perdonado a Dios por el resto de su familia, que pasó a abrazar el ateísmo dejando atrás su fe católica.  

En un acto de cierta rebeldía, cuatro décadas más tarde, mi mamá decidió enviarme a un colegio católico, sobre todo para que alguien me diera una versión distinta de la vida, hablándome de un Dios que en mi familia había muerto junto con mi bisabuela.

Estando en tercer año, nos llevaron a una misa en una Parroquia que quedaba a algunas cuadras del colegio; como nos preparábamos para la primera Comunión, nos pidieron que lleváramos un rosario. Mi tía, en su consabida y siempre presente generosidad, me dio el rosario del huevito para que lo llevara conmigo. Mientras volvíamos al colegio, comenzamos a correr y saltar con mis compañeras, y yo olvidé que, en uno de los bolsillos de la túnica, estaba el pequeño tesoro de mi tía. Cuando lo busqué en casa para devolvérselo, triste fue encontrar el vacío. Ella que nunca se enojaba conmigo porque su amor era infinito, no me rezongó, aunque me hubiese merecido una reprimenda contundente.

Pero no lo perdimos. Al día siguiente, la mamá de una compañera se lo entregó a mi tía, porque lo habían encontrado en la calle y se enteraron más tarde que era mío.  

Desde entonces, nunca más lo perdí de vista, lo guardo con el amor que la tía Nelly lo guardó siempre, y aunque nunca me haya acercado a Dios, tenerlo en mis manos me hace sentir la calidez de sus manos únicas, y mi pensamiento y mi corazón vuelven a estar junto a ella… con nostalgia, con inmensa nostalgia.