LAS OLIMPIADAS, UN ROSARIO DENTRO DE UN HUEVITO, Y EL NO A LA RELIGIÓN
Mi tía le
tenía un especial cariño al peculiar huevito que al abrirlo descubría un pequeño
rosario de cuentas verdes en su interior. Tenía menos de diez años cuando uno
de sus tíos, Alfredo, se lo trajo desde Francia, tengo la duda de si desde el
mismísimo santuario de Lourdes. En el
lejano 1924, él había concurrido a las Olimpiadas de París y había ganado,
junto a sus compañeros, la medalla de oro en fútbol, comenzando así un tiempo
de victorias a nivel mundial para Uruguay, en el arte de patear la pelota.
Decía que mi
tía atesoró siempre ese rosario, incluso más allá de un episodio que marcó a la
familia en materia de religión a los pocos años. En abril de 1929, su abuela (mamá
de su papá y de Alfredo además de otros hijos) halló la muerte al volver de la
Iglesia, porque al intentar recoger un misal que se le cayó en la calle, fue
atropellada por un camión que se quedó sin frenos. El trágico fin de la mamma
signora florentina, nunca le fue perdonado a Dios por el resto de su familia,
que pasó a abrazar el ateísmo dejando atrás su fe católica.
En un acto
de cierta rebeldía, cuatro décadas más tarde, mi mamá decidió enviarme a un
colegio católico, sobre todo para que alguien me diera una versión distinta de la vida, hablándome
de un Dios que en mi familia había muerto junto con mi bisabuela.
Estando en
tercer año, nos llevaron a una misa en una Parroquia que quedaba a algunas
cuadras del colegio; como nos preparábamos para la primera Comunión, nos
pidieron que lleváramos un rosario. Mi tía, en su consabida y siempre presente generosidad,
me dio el rosario del huevito para que lo llevara conmigo. Mientras volvíamos al
colegio, comenzamos a correr y saltar con mis compañeras, y yo olvidé que, en uno
de los bolsillos de la túnica, estaba el pequeño tesoro de mi tía. Cuando lo
busqué en casa para devolvérselo, triste fue encontrar el vacío. Ella que nunca
se enojaba conmigo porque su amor era infinito, no me rezongó, aunque me
hubiese merecido una reprimenda contundente.
Pero no lo
perdimos. Al día siguiente, la mamá de una compañera se lo entregó a mi tía,
porque lo habían encontrado en la calle y se enteraron más tarde que era mío.
Desde entonces,
nunca más lo perdí de vista, lo guardo con el amor que la tía Nelly lo guardó siempre,
y aunque nunca me haya acercado a Dios, tenerlo en mis manos me hace sentir la
calidez de sus manos únicas, y mi pensamiento y mi corazón vuelven a estar
junto a ella… con nostalgia, con inmensa nostalgia.