¡APRENDÍ SOLA!
Tenía siete años cuando llegó a mi casa. Blanca y roja,
medio despintada, mostraba claramente que mis primos por el lado paterno, lado
que nunca frecuenté mucho, habían pedaleado con frenesí. Como es lógico, quise
subirme de inmediato, pero necesitaba una puesta a punto indispensable y
además, yo no sabía andar.
Tras unos días de reparación, volvió a casa para ocupar un
lugar de indisimulado protagonismo. Debí esperar hasta el siguiente domingo,
para que, en la mañana, el enorme fondo de mi casa nos diera la bienvenida a
las tres: la bici, mi mami y yo. Mi progenitora
sería la encargada de enseñarme a manejarla. Tras varios intentos sin mayores
avances, cortamos para almorzar. Las
primeras horas de la tarde fueron propicias para la siesta materna, mientras yo
me ocupaba de terminar rápido los deberes del cole, para tener tiempo de
retomar los primeros pasos de mi carrera ciclista luego, en lo que quedara de
la tarde. El corazón se me desbordaba de ansiedad y de júbilo.
¿Qué es este mamarracho? Esas palabras junto a la severidad
de su cara, fueron el prólogo de un domingo luminoso que de repente colapsó
ante nubes de hormigón. El dibujo mostraba unas montañas con picos nevados y un
hombre casi tan grande como las montañas, mi sentido de la proporción había sufrido
un lamentable derrape. Me había quedado realmente espantoso. Mi vieja consideró que tal temeridad
ilustrada merecía un escarmiento y la sentencia fue inapelable: no te ayudo más
con la bicicleta. Seguramente lloré y clamé por una revisión del fallo, seguramente
la tía Nelly intercedió a mi favor, pero inapelablemente mi gorda madre mantuvo
su decisión.
Ella dio por concluida su ayuda aquella tarde, pero no me
prohibió que fuera hasta mi fondo e intentara por las mías. Así que en cuanto
pude, desaparecí y acometí la osada empresa. No sé cuántos fueron los intentos,
creo que no muchos, mi deseo por aprender y, también, un cierto enojo y algo de
rebeldía por la penitencia, se unieron para que bastante rápido lograra dar esa
primera pedaleada que me aseguró una dulce y regocijante victoria. Coroné el
festejo con gritos triunfales: ¡aprendí sola! ¡aprendí sola!
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Diez días después de cumplir 62 años, nos fuimos con Ame a
pasar el fin de semana a La Floresta.
El clima no estaba muy agradable, pero el balneario tiene una magia que va más
allá del sol omnipresente. El domingo amaneció con algo de lluvia, un cielo
cubierto y una temperatura bastante baja. Como me suele suceder, tuve dos
despertares, hice dos desayunos, y luego del segundo, decidí salir en mi bici a
recorrer el balneario. Como tantas veces, opté por ir hasta el arroyo Sarandí,
uno de los lugares que atiza mi enamoramiento hacia la naturaleza.
Pero nunca llegué. Un pavimento resbaladizo por aguas
residuales que deben ser lo único que
afea el paraíso (como muchos damos en llamar a La Floresta) nos hizo caer a mi
bici y a mí, y si bien ella salió casi indemne, yo sufrí varias fracturas en mi
pierna derecha. Momento duro, del que salí por la inmediata atención de vecinos
de la zona, cuyos nombres ignoro y a los que siempre estaré agradecida.
Internación, cirugía y recuperación en marcha que no tengo
idea cuánto me va a demandar. Si todo
sale bien y me recupero completamente, hay algo de lo que estoy casi convencida
que no volveré a hacer. La carrera que comenzó aquel domingo del 67 a pesar de
todos los pronósticos, terminó hace pocos días, en otro domingo de abril, más
de cinco décadas después.
Andar en bici, o en chiva como también le decimos por aquí,
fue uno de los deportes que más disfruté, que más amé. Fui con mi bici, modesta
y maravillosamente libre y, realmente, nunca me representé un escenario en el que el pedaleo llegase a su fin, aunque no soy
reacia a pensar en otros finales ni tampoco en el final.
¡Aprendí sola! Lo bien que hiciste, rubiecita, no sabés el
largo e intenso tiempo de felicidad que disfrutaste después.
11 de mayo de 2021