GERMÁN QUERIDO
La reunión, un dolor
de panza y lágrimas en el teléfono
La barra, compuesta por compañeros del Pedro Poveda que nos conocimos en los 60, algunos, y en los 70, otros, venía preparando la juntada desde hacía un par de meses. Gracias a la convocatoria y perseverancia de Marianela, una de nosotros, desde hace unos 15 años, comenzamos a reunirnos a razón de tres o cuatro veces al año, generalmente para cenar. Esa noche de setiembre del 22, la paella sería la protagonista. El encargado de prepararla fue Ricardo, que vivió varios años en España e hizo experiencia en el rubro gastronómico; la muchachada veterana agradecida. Éramos como veinte en el cómodo departamento de Rubén y Marie que se ofrecen gustosos a que les copemos su residencia con frecuencia, con la desfachatez propia de nuestros sesenta y pico.
La
constante en cada encuentro: los abrazos, las charlas, las risas... la bebida y
la comida. Aunque nos gusta exhibir patente de grandes bebedores, somos
realmente austeros y nunca hay que apuntalar a nadie a la hora de despedirnos.
En el tema comida, es donde los límites se desvanecen y a medida que avanza la
noche, también hacen lo mismo los centímetros que ciñen nuestras cinturas. A
las picadas y platos principales solemos agregar unas mesas de postres que, de
solo pensarlas, me hacen interrumpir la narración para ir en busca de algo
dulce que satisfaga mi pecado favorito.
Vuelvo a aquella noche y al recuerdo de la paellera que lucía en su máximo esplendor. Habíamos alquilado una porque el número de comensales lo justificaba y no era cosa de andar improvisando con ollas cualunques. Con orden y un toque de misticismo, hicimos algunas procesiones hasta la cocina para ver la evolución de la maravilla, hasta que se escuchó la arenga ansiada: ¡a sentarse que se sirveeee! El autor comentó “en Barcelona suelen ponerle alioli”. Tomando esto en cuenta, a cada plato que comí, le agregué una importante cantidad de dicho acompañamiento, poniendo en tal acción una fruición innecesaria. En cuanto a las bebidas, después de haber inaugurado la noche con cerveza, hizo su aparición José, la luz de mis ojos (literal, es óptico) con un espumante francés espectacular, y no pude negarme, pero todo dentro de la moderación a la que aludí antes. Sin embargo, no puedo endilgar a todo lo antedicho, la culpa de lo que ocurrió después. Si todo lo que navegaba dentro de mí llegó al colapso, fue porque una bebida cola, con su oscura y maliciosa dulzura, provocó la colisión. Tan solo unos breves minutos luego de beber la endiablada poción, una puntadita leve y suave, pero inquietante, vino a poner a mi panza al borde de la zozobra.
Nunca pensé hacer literatura con
una situación tan poco romántica, así que baste contar que, de esa primera sensación, a
pasar a instalarme en uno de los baños de mis amigos por el resto de la noche,
medió un parpadeo.
Cada tanto, se escuchaban
unos prudentes golpecitos en la puerta y vocecitas preocupadas (recuerdo claramente la de Bere, nuestra admirada enfermera) preguntaban si
aún pertenecía a este plano del universo. Hasta llegué a dormitar un poco a la
espera de la dilucidación del incidente.
Cuando transcurridas un
par de horas, salí por fin de mi confinamiento voluntario, los vítores y
aplausos que me regalaron mis amigos, permanecerán en mi memoria de comedia y me harán reír
en cualquier momento que los recuerde. Si me hubiese ocurrido en la
adolescencia, de allí me hubiese ido directo al exilio, pero la parte amable de
la vejez es que pone a salvo de muchas cosas. Quedaban los postres, pero
preferí volver a casa. El siempre diligente Alvarito (que ostenta la rara condición de mantenerse flaco como hace 50 años) se ocupó de mi traslado.
A la mañana siguiente y
luego de un descanso reparador, decidí hacer una consulta médica telefónica, al servicio de emergencia del que soy socia. En realidad, la consulta
no era para nada necesaria y menos para mí que no suelo consultar a los galenos
ni cuando es recomendable. Sin embargo, hice la llamada. La telefonista me indicó el
nombre de la doctora que me iba a atender y me pasó con ella. A la médica a su
vez, también le pasaron el nombre de su paciente al otro lado de la línea.
Mi comienzo del relato
fue, anoche, en una cena…
La doctora me escuchó, no
le dio mucha trascendencia al episodio (no la tenía) y pasó a indicarme el tipo
de dieta que debería seguir en esos días. Con muchos soles y lunas a cuestas,
uno más o menos sabe lo que puede y no puede comer en estos casos, o sea que
con unas pocas indicaciones ya todo quedó aclarado. Sin embargo, cuando
supuse que la comunicación llegaba a su fin, ella, con gran amabilidad, continuó
puntualizando lo que deberían ser mis futuras ingestas, tomando un tiempo que
no suele ser habitual en este tipo de consultas. Siguió hablando hasta que
hizo una breve pausa y me inquirió: ¿Le puedo hacer una pregunta?
_ Sí, claro – le respondí
con bastante asombro.
_ ¿Ud. fue al colegio
Pedro Poveda? – me preguntó.
En ese momento, en décimas de segundo, volví
al nombre indicado por la telefonista y a intentar relacionarlo con el Poveda, con
profesores, con compañeros de otros años, vertiginosos intentos que no pudieron
ayudarme a desentrañar el porqué de su curiosidad.
Lo que dijo después, fue
el fin de la confusión y el inicio de algo profundamente conmovedor.
Su nombre, me dijo, era
muy pronunciado en casa de mis tíos. Su hijo, mi primo, casi un hermano
para mi hermana y para mí, era Germán, Germán Cabrera. Y durante su niñez, él siempre estaba
hablando de Ud. Cuando me pasaron su llamada y leí su nombre y vi su edad,
pensé, tiene que ser ella.
Teníamos cinco años cuando
comenzamos el año previo a primaria. Para mí, un tiempo de profunda tristeza.
Irme cuatro horas de mi casa, separarme de mis mujeres amadas, mi mamá, mi tía
y mi abuela, se convirtió en un tiempo de luto. Por primera vez, odié. Odié el
colegio, ese lugar que me separaba de todo lo que yo quería. Odié el lugar,
pero no las personas que comenzaron a formar parte de mi vida. Una de esas
entrañables personas pequeñitas era Germán.
Tratábamos de estar siempre juntos, y cuando nos llevaban a alguna
actividad en salones mucho más grandes que el nuestro, instintivamente nos tomábamos
de nuestras pequeñas manos, supongo que lo hacíamos para protegernos mutuamente en espacios
cuya dimensión apabullaba un poco la nuestra. Mientras escribo, recuerdo que
una teresiana (las maestras pertenecían a la institución teresiana fundada por
el sacerdote Pedro Poveda, asesinado durante la Guerra Civil española) nos
obligó a separar nuestras manos. Lo hizo con amabilidad y añadiendo una
sonrisa, pero aquel acto fue uno de los más hostiles que viví en mi infancia. (El
otro fue cuando Carmiña, nuestra maestra de preescolar, nos cortó la sociedad
que teníamos con Any, mediante la cual, ella me dibujaba los barquitos y yo le
escribía el nombre).
Cuando llegó la kermesse
que organizaba anualmente el colegio, vivimos con Germán una noche mágica. Él me
invitó a una vuelta por los amplios jardines en una carroza de los caramelos
Zabala, tirada por ponis, mientras su papá y mi mamá nos miraban
embelesados.
Diente partido
Seis años
Romance pequeñito
Juntos en una carroza
Viajando a la
fantasía.
Vamos a crecer Germán
Que como decían ellos
¡La vida puede más!
Esa unión y comunión que teníamos
hacía que él me nombrara en su casa y yo lo nombrara en la mía, y que casi
sesenta años después se diera esa peculiar y emotiva conversación entre dos
personas que no se conocían, pero que se sintieron muy cercanas gracias a él,
a Germán. En algún momento, sobrevino el silencio, porque a ambos lados de la
línea dos mujeres que lo trajeron a sus memorias se quebraron.
Cuando llegó el tiempo de
crecer, seguimos siendo muy amigos, pero ya no nos tomábamos de la mano, aunque continuamos queriéndonos sin confusiones. Cuando dejamos el colegio, nos veíamos
esporádicamente, manteniendo siempre ese tierno y amoroso vínculo nacido en aquellos primeros
años.
Una mañana de un marzo muy caluroso, cuando tenía 33 años, me enfrenté a la estocada inesperada de la
muerte súbita de mi madre. Quedé tan descolocada en el mundo que me costó mucho
seguir adelante, aunque ya estaban conmigo, los tres seres más amados de mi
vida. Cuando días después llamé a Trini, una teresiana fuera de serie, buscando
esa ayuda espiritual que sabía dar como pocos, sumó a mi duelo otro, Germán
había muerto en Cuba mientras esperaba otro corazón que sustituyera al suyo,
demasiado grande.
“al llegar a la edad de
Cristo,
por un corazón enorme,
la muerte, Germán, ¡qué
ironía!”
Para ambos escribí poemas.
El que escribí para él pensé llevárselo a su mamá junto con una carta, pero
nunca lo hice. Ambos los conservo. Le dije a su prima que se los haría llegar, pero
he demorado en hacerlo, tal vez porque estaba esperando sin saberlo por este
relato.
Aunque me cuesta pensar
que hay algo más allá del final tangible, a veces me permito soñar con que cuando
me vaya, volveré a encontrarme con todos los seres que he amado. Si es así,
seguramente dentro de esa felicidad que será por fin la verdadera entre tanto
amor reencontrado, aparecerá entre todos una manito que me invitará a subir a una carroza
de ponis alados.
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